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El mayordomo no es el asesino.

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                                                                                                  La cabeza cayó sobre el plato de sopa, todavía humeaba. Su olor era delicioso, a ricos y caros mariscos. Los comensales quedaron paralizados, nadie se movió. El mayordomo entró por la puerta y corrió con delicadeza hacia el Señorito Martín. Levantó su cabeza del plato y con sumo cuidado, limpió su cara imberbe. Le tomó el pulso. —Muerto, el señorito ha fallecido. Fue lo único que dijo, le dejó colocado en la silla, limpió su chaqueta y salió cabizbajo de la habitación. En la estancia cuatro personas. Un ambiente de indiferencia flotaba en la sala. Todos concentrados en sus móviles. —¡No hay cobertura!, qué raro emitió un graznido Laura, hermana de Martín. Habrá que ir a buscar a la policía. —De aquí no se mueve nadie—el padre dio un fuerte golpe en la mesa, posando la mirada en ellos. —Ha podido ser muerte natural ¿no? —argumentó el hermano gemelo de Martín. —Ha