A buena hambre, no hay pan malo

 

Me desperté asustado, tenía un terrible rugido de tripas, eran los jugos de mi estómago que pedían comida a gritos.

Esto era debido a que mi cabeza ya estaba pensando en lo que ocurriría dentro de unas horas.

Siempre era el primero en llegar a la puerta del colegio. El padre Antonio ya estaba en la entrada con una lechera gigante y el cazo para repartir.

Yo siempre llevaba mi taza de aluminio atada a mi pantalón, nunca se sabía dónde podían darte un poco de leche.

Cuando mis compañeros y yo nos bebíamos nuestra deliciosa taza de leche, entrabamos ordenadamente detrás del padre Antonio a nuestra clase. Nuestros estómagos se relajaban un poco con el líquido tibio que acabábamos de tomar. Nos sentábamos en silencio con nuestros morros manchados de blanco.

Todos los días pares para nosotros eran especiales… Antes de que él entrara ya se le oía llegar, carraspeando y tosiendo por el pasillo. En esa época tosía mucho la gente. Le esperábamos impacientes.

—¿Buenos días muchachos que tal ha comenzado el día de hoy? Espero que tengáis alguna meta en esta mañana tan maravillosa.

Todos le mirábamos expectantes. El profesor Agustín parecía joven, tendría unos treinta años, era muy delgado, de pié sobrepasaba la pizarra. Yo diría que mediría unos dos metros mínimo. Tenía que agacharse para entrar por la puerta de la clase. Siempre llevaba una boina de color gris. Estoy seguro que la llevaba pegada a la cabeza pues por más que se moviese no se le caía.

Siempre iba vestido con pantalones que le llegaban hasta los sobacos, casi no se le veía la camisa y unos enormes tirantes que seguro eran para sujetar su gigantesco cuerpo.

Le acompañaba una bolsa de cuadros verde donde traía lo que nos hacía salivar nada más verla.

—Mario abre el armario y trae el cuchillo y la lata de mantequilla, por favor.

—Sí, don Antonio.

Abrió la bolsa y sacó dos hermosas barras de pan, las cuales con el afilado cuchillo fue partiendo en trozos matemáticamente iguales.

—Bien comencemos por orden de lista, José comienza con la tabla del nueve.

Cuando terminábamos de decirle la tabla y lo hacíamos bien. Nos acercábamos a su mesa. Allí era entregado el premio que llenaría ese día la tripa hasta la cena. «Un delicioso bocadillo de mantequilla». Nadie fallaba las tablas ni ninguna cosa que nuestro profesor nos preguntara. Ese era el momento más feliz del día en nuestra clase.

Me enteré cuando ya era adulto del fallecimiento de nuestro querido profesor. Mi madre me dio una fotografía antigua de cuando estudiaba en el colegio. Recuerdo que fue un día que vinieron a visitarnos unos señores americanos y tuvimos que vestirnos con nuestras mejores galas. Estábamos todos un poco ridículos pues nuestras madres nos hicieron poner trajes de chaqueta que eran de nuestro padre o abuelo. Con lo que las risas estuvieron aseguradas.

En la foto salíamos una quincena de niños escuálidos con traje y nuestro profesor don Agustín, el cual si hubiera soplado un poco el viento se lo hubiera llevado volando muy lejos. Y delante de nosotros pusieron unos sacos gigantes donde venía la leche en polvo y unas latas cilíndricas de metal dorado que sostuvimos en las manos.

Que buenos recuerdos, que tardes más buenas pasábamos. Sus clases eran especiales, se convertían en excursiones al Antiguo Egipto donde nos adentrábamos en una pirámide y descubríamos el sarcófago de algún rey.

O nos transportaba a alguna calle de Verona donde luchaban a  muerte los Capuleto y los Montesco por una preciosa dama llamada Julieta.

Mi madre me contó que todos los días don Antonio iba a la panadería de la Aurelia. Él llevaba algún objeto de valor de su casa: un cenicero de mármol, unas servilletas bordadas para que la panadera se lo cambiase por dos barras de pan. Decía que era para que sus chicos rindiesen en clase. Con lo que la pobre panadera que era un trozo de pan no se podía negar.

Hasta que no eres adulto no te das cuenta de las cosas que han hecho los demás por ti. Vivimos la vida como viene y no nos paramos a pensar. Espero que me perdone don Agustín por solo haber sido un niño y no darme cuenta de cómo nos ayudaba. Sin esperar nada a cambio.

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