Nunca seré tuyo.

 



Le resbalaban gotas de sudor por la cara y la espalda. Estaba tapado con la sábana hasta el último pelo de la cabeza. Su cuerpo temblaba de arriba abajo. Mientras, sus orejas se alzaban como antenas para alcanzar a oír el sonido de la puerta de la calle abriéndose. Los ojos le dolían de tanto apretarlos para no ver nada. Comenzó a cantar en silencio para que pasase el tiempo más rápido. Oyó  pasos, se acercaban a su puerta, se pararon frente a ella. Un líquido caliente humedeció su entrepierna. Silencio. La puerta se estaba abriendo. En ese momento una voz de mujer pronunció el nombre de su padre…pasaron unos segundos larguísimos.  La puerta se cerró y los pasos se fueron alejando.

David poco a poco se fue relajando y dejando de temblar. Esa noche se había librado. Un gran suspiro de alivio salió de su garganta. Pensó en cambiarse pero eso era tentar a la suerte.  Se quedó hecho un ovillo en la cama sin moverse hasta que se durmió.

 

Su cabeza estaba cubierta por un montón de rizos rubios que le caían por la frente hasta tapar sus preciosos ojos verdes que estaban detenidos en el paisaje que se extendía fuera de la clase. El cole estaba pegado a un gran bosque lleno de vida. Si te fijabas podías ver correr a los conejos, los zorrillos y otros pequeños animalitos. Le gustaba imaginar que vivía en el bosque con sus amigos donde la única obligación era divertirse, correr, saltar y no pensar. Allí se sentía tan seguro, había luz, paz. Temía la hora de volver a casa, comenzaba a ponerse nervioso, le sudaban las manos.

 

Se tocó la marca que tenía en el muslo, la siguió con el dedo índice. Era la marca de la suela de una zapatilla cangrejera talla cuarenta y cuatro. Incrustada en su carne a conciencia. Le ardía, la tenía muy colorada. Le dolió más la del culo, casi no se podía sentar.

—David, ¿Qué tienes en la pierna, qué te ha pasado? —Le preguntó alarmada su profesora.

—Me he portado mal. Derramé el vaso de la leche en unos papeles de papá.

—Ya es la segunda vez que vienes marcado en este mes.

—Mi papá me quiere mucho, he tenido yo la culpa.

—Tendré que hablar con tus padres —le dijo mientras le acariciaba la cabeza.

—No por favor, no ha pasado nada. No quiero que se enfade mi papá. Por favor.

—Tranquilo mi niño, no te preocupes. —La profesora le abrazó y suspiró con tristeza.

 

 

Ese día su madre le esperaba  a la salida del cole, llevaba unas gafas grandísimas que le tapaban la mitad de la cara, la cogió de la mano y se la apretó muy fuerte.

—No te preocupes solo ha sido una pequeña discusión —la voz de la madre delataba preocupación.

—Pero mamá… Cuando te pones las gafas… Lo mínimo que tienes es un ojo morado…

—Te voy a llevar a casa de tu tía una temporada, he metido en la mochila tus comics y tus muñecos. Todo saldrá bien.

—Mamá, ¿Tú crees que papá nos quiere?

—Sí, a su manera. Tiene problemas en el trabajo  y está un poco alterado.

— ¿Y por qué nos hace daño? Nosotros no tenemos la culpa de lo que pasa en su trabajo.

—Lo siento cariño, la culpa es mía por dejarle hacer. Perdóname mi tesoro. Lo voy a solucionar. Te quedarás en casa de tu tía hasta que se calmen las cosas. — Su madre le abrazaba mientras se limpiaba las lágrimas.

 

Llegaron a la estación de autobuses. Su madre no hacía más que mirar hacia atrás. David miraba también, pero no veía a nadie. Entraron en la estación y cogieron  los billetes. Su madre le había comprado un enorme helado de nata y fresa. Tenía los morros llenos de nata que relamía con los ojos cerrados para sentir más el sabor. Se quedó absorto mirando a la gente pasar. Gente con maletas gigantes, con mochilas enormes que ocupaban toda la espalda del viajero.

Miró hacia la entrada de la estación y el corazón le dio un vuelco. Se quedó petrificado, no podía respirar. Solo consiguió agarrar la mano de su madre fuertemente y pronunciar… ¡Papá, allí! Cuando quisieron reaccionar él ya se había echado sobre ellos. El helado cayó al suelo.

El padre tenía en la cara esa sonrisa suya de payaso malo y le sobresalían sus enormes cejas arqueadas que daban tanto miedo a David. Agarró al niño por el brazo, retorciéndoselo para obligarle a ir con él. Era un dolor terrible el que sentía. Mientras su madre iba detrás pidiendo perdón por lo bajito.

 

—¿Me ibais a abandonar? ¿Tú, puta, dónde llevabas a mi hijo? —La miraba con odio mientras mantenía agarrado al niño.

—Necesitaba alejarle para poder arreglar las cosas contigo… lo siento —Lloraba a manantiales la madre.

—Me ibas a traicionar. Con lo mucho que yo os quiero. Vamos a casa a solucionarlo.

Siguió andando a paso ligero, mientras David ya no veía por donde iba por los lagrimones que le rebosaban de los ojos.

 

Esa noche fue muy larga y dolorosa. Ya no era su padre. Era un bicho loco. Los ojos se le salían de las orbitas y babeaba. Mientras tenía agarrada a su madre por el pelo, con la otra mano encerró a David en su habitación. Los golpes que se oían fuera eran terribles. Estuvo escuchando en la puerta un buen rato. Hasta que se dio por vencido y se sentó a esperar. Dejo de oír los quejidos de su madre. Ahora le tocaba a él. Su padre era muy listo, cogía una toalla húmeda y le golpeaba el cuerpo, había aprendido a no dejar ni una marca en su hijo. Solo dolor.

El monstruo mandó a su madre al hospital y de allí la pobre no salió. En el parte médico rezaba que Ana de las Desgracias Gómez se había caído por las escaleras de la casa y falleció de un derrame interno.

 

Aquella noche se dio cuenta de que ahora sí que estaba solo, con aquel monstruo agazapado en cada esquina de la casa. Vigilándole. Esperándole.

Fue en el entierro de su madre, donde descubrió que su padre tenía un lado amable. Se llevaba muy bien con la gente y los familiares, y que apenado se le veía. ¿En el fondo la quería?

Esa noche cuando volvieron a casa, David miraba la sartén que su padre le había puesto en la mano. El mensaje todavía no había llegado a su cerebro. Le dijo con tono grave:

«A partir de ahora harás las comidas y cuidaras de la casa. Tu madre, la muy puta, nos ha dejado y tú vas a ocupar su lugar».

El monstruo se encerró en su habitación y puso la música muy alta. Ya no salió en toda la noche. Hasta que no pasó un rato largo David se quedó quieto donde le había dejado su padre, tenía la mano dormida pero no se atrevía a soltar la sartén.

Cuando se relajó un poco, y comprendió que su padre ya no saldría esa noche, se acostó en su cama, había cogido el peluche preferido de  su mamá. Lo tenía fuertemente abrazado. No entendía por qué su madre le había abandonado. Sin ella estaba todo perdido. En las pelis siempre venía alguien a ayudar al bueno. Estaba claro que él era el niño malo y tendría que asumir las consecuencias.

 

Una tarde su padre llegó pronto a casa. Venía todo sudado del gimnasio,  le llamó y le dijo que le abriera el agua de la ducha y le esperase dentro. Se sentó en la taza del váter intentando averiguar que le tocaría hoy, pellizcos, azotes… Lo que peor llevaba era cuando le pegaba con la toalla. Lo vio aparecer, venía desnudo. En ese momento David se quedó con la mente en blanco ¿A qué querría jugar hoy su papá?

Le acarició la cara. Mientras le decía cosas bonitas con esa sonrisa de payaso loco, cerró la puerta tras él.

 

La vida del pequeño David pasaba entre la luz, cuando estaba en la escuela, y la oscuridad de las cuatro paredes de su casa. Se preguntaba si todos los padres serían igual. Nunca se atrevió a preguntar a sus amigos.

 

Llevaba unas semanas dejándole tranquilo. Venía muy tarde y David no le oía llegar. Pero algo se le debió torcer aquel día en su trabajo y volvió pronto para desfogarse con el pobre niño. Hizo la cena a su padre lleno de temblores porque no sabía que le esperaba esa noche. Su padre cenó sin mirarle a la cara, sin hablar, rumiando como un animal su comida. Cuando terminó se levantó, dio una patada a la silla y dijo:

—Cuando termines de fregar los platos ven a mi habitación.

 

Ya había ido otras veces a la habitación de su papá. No le gustaba hacer eso. Le daban arcadas, pero él le obligaba. Las lágrimas, ya secas de tanto llorar, no caían por su rostro. Ya no salían. Se habían secado.

David se escondió en el baño, no quería volver al dormitorio. Puso el pestillo en la puerta. Se apoyó en ella y cerró los ojos, no sabía cómo salir, como huir del monstruo. Si estuviera su madre…

El baño era un rectángulo estrecho con unos bonitos azulejos arabescos, en el suelo un plato de ducha de mármol antiguo decoraba una de las esquinas y a un lado colgaba la típica cortina de plástico decorada con dibujos de palmeras y cubos de playa.

Miró hacia la cisterna que estaba pegada con silicona a la pared, de ella colgaba una cuerda verde totalmente deshilachada que hacía las veces de cadena. La estuvo estudiando, midiendo. Comenzó a hacer un nudo, le salió perfecto. Sonrió. Su abuelo era pescador y le había enseñado a hacer todo tipo de nudos.

La volvió a colgar a la cisterna. Se miró en el espejo, tenía muy claro lo que tenía que hacer. Era la única solución que veía.

—Mamá, lo siento. Ya sé que me dijiste que resistiera, que me escondiese. Pero ahora estoy solo y él siempre me encuentra.

 Oyó su nombre a lo lejos, el amado padre le llamaba… respiró hondo y terminó lo que había empezado.

Unos fuertes golpes aporrearon la puerta. El nombre de David resonaba en toda la casa. La puerta fue arrancada de cuajo y el monstruo entró, quedándose petrificado con la visión de su hijo colgado de la cuerda de la cisterna.

David salió corriendo atravesando el cuerpo de su padre, cogió su balón de futbol y se fue a la calle carcajeándose. Ya era libre para vivir la infancia que le habían robado.

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