El montón de arena.
Miró a aquel extraño hombre a los ojos y, sin muchas
dudas, firmó el papel.
Debía ser un nuevo cartero, no recordaba haberle visto
antes. Cogió el paquete, tenía muchos sellos, uno de ellos tenía un dibujo de
un loro verde. Miró el reloj, llegaba tarde al trabajo. Salió de la oficina de
correos, llovía a cantaros, todas las tardes había alguna tormenta. Y como
siempre sin paraguas-pensó, resignada a mojarse.
— ¡Paula! ¿Dónde andas, estas en la inopia?— la zarandeo
Damián. Me voy a casa, falta la sala de El señor Bosco por limpiar. ¡Date prisa
chica!
—Perdona es que mañana tengo examen y ando repasando por
los rincones, tengo que aprobar para terminar el grado. ¡Tengo que salir de
aquí cuanto antes!
— ¿No me digas que no te gusta trabajar en el Museo?—Damián
la miraba con asombro.
—Mis expectativas van más allá del Fairy y del trapo del
polvo...
— ¡Ay! ya te iba yo a dar un buen repasón de polvo...—babeaba mirándola con ojos de cordero.
Damián se arrimó a Paula y le dio un cachete en el culo.
— ¡No vuelvas a tocarme! Oh, oh...-contrólate, necesitas
este trabajo, respira—intentaba controlarse Paula mientras le enviaba una
mirada asesina.
—Sé que en el fondo me quieres muñeca…me voy, termina el
trabajo—se fue guiñando un ojo.
Tenía que centrarse, cogió los bártulos de limpieza, se
dirigió hacia la sala. Cuando terminó, se sentó en la silla del guarda.
Enfrente de ella tenía El jardín de las delicias, no se cansaba de mirarlo.
A la izquierda el paraíso, en el centro los placeres carnales y a la derecha el infierno.
—Ojalá desapareciese de esta realidad tan triste, seguro que ahí dentro estáis genial ¿eh?—le habló al cuadro
Sobre el regazo tenía el paquete que recogió en correos, lo estaba abriendo sin mirar, ya que sus ojos estaban anclados en el paisaje de la lujuria, repasando todos aquellos personajes que parecían tan libres, tan felices…
Se levantó para ir hacia la pintura, y la caja cayó al suelo. De ella salió un montón de arena dorada y una hoja de papel que fue a parar al otro extremo de la sala.
— ¿Qué demonios es esto? ¿A quién se le habrá ocurrido meter arena en la caja?—pensó furiosa—tendría que volver a limpiar.
Intentaba recogerla pero se le escapaba entre los dedos, comenzó a crearse un remolino alrededor de sus manos. Las partículas de polvo emitían una luz dorada. Paula miraba extasiada. La arena fue cayendo en sus manos hasta formar un montón.
Sin pensarlo dos veces sopló la arena hacia el cuadro, quedando cubierto con una capa dorada que fue cayendo hacia el suelo.
— ¡Dios, La gente del cuadro se está moviendo!—chilló retrocediendo un paso.
Algo la llamaba, se oían risas, llantos, jadeos. Se acercó a él y posó la mano en el lienzo. Sentía un deseo terrible de estar con esa gente que no conocía de nada, de tocarla, de sentirla.
Se fue quitando la ropa, hasta quedarse desnuda, extendió los brazos hacia el cuadro. Unas manos emergieron del óleo, agarrándola e introduciéndola en el cuadro.
En la sala del museo solo quedaron los murmullos de regocijo, la ropa de Paula en el suelo y el montón de arena.
Al día siguiente Damián entró en la sala donde había desaparecido Paula y recogió el papel que había en el suelo:
— ¡Ten cuidado con lo que deseas, no vaya a ser que se haga realidad!— ¿Qué narices significa esto?
Dio un repaso a la sala, dando con la ropa y el montón de arena. Echó una ojeada al cuadro—blasfemando en hebreo.
—No, no puede ser. Juraría que se ha movido esa muñequita del cuadro. —Damián, estas fatal.
—Vaya con la mojigata, menuda juerga se ha debido correr esta noche.
Recogió todo y salió de la sala.
Debajo del cuadro rezaba una leyenda: Si no se tomará la vida como una misión, dejaría de ser vida para convertirse en infierno.
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