No quiero dejar de ser.

Subí las escaleras de dos en dos, quería contarle a mi madre el día tan fabuloso que había tenido en el colegio y todas las cosas que había aprendido en Ciencias de la naturaleza. ¡Acababa de decidir que quería ser bióloga!
Abrí la puerta y al final del pasillo, en la salita de estar, me esperaban varias personas. Pasa cariño, me dijo mi madre y cerraron la puerta.
En ese momento, en esa estancia, acabaron todos mis sueños.
Mi madre me dijo: cariño, no tenemos  dinero para llevar al colegio a tus hermanos pequeños y al ser tú la mayor tienes que ponerte a trabajar, eres ya toda una mujer. Sé que es duro, pero ellos son hombres y se les da mejor los estudios…—ya no la escuchaba, lo veía todo borroso. De mis ojos caían ríos de agua salada, los cuales llegaban hasta mis labios donde rebosaban…
Al día siguiente, comencé a trabajar en la casa de una señora adinerada del pueblo.
Muchos años después conocí a un buen chaval, hacía chapuzas en casa de la señora y me enamoré de él.
Los primeros años de casados fui muy feliz, pero un día Manuel comenzó a ausentarse, a venir a casa bebido y no hacíamos más que discutir.
Llegó un momento que le daba igual si había gente y  comenzaba a discutir conmigo. Ese día me cogió del cuello y me amenazó — ¡No me puedes dejar, antes te mato!—No me podía quitar de la nariz el hedor de su aliento. ¡Era repugnante!
Por este motivo dejamos de tener amigos, yo me quedaba en casa y él trasnochaba.
Que llegase la noche era terrible para mí, comenzaba a encontrarme mal, nerviosa, con dolor de estómago. Esperándole, encontrándole.
La señora Ana comenzó a darse cuenta de que algo no andaba bien. Un día aparecía con un ojo morado— me había dado con la puerta del armario de la cocina— ¡Qué descuidada soy!
Una mañana aparecí con el labio roto, ya no supe que decir, cuando la señora Ana me preguntó. Me cogió la mano y me dijo:
 — ¡Te va a matar un día de estos, chiquilla! Tenemos que hacer algo, no puedes seguir así
La  única solución  que encontraba en ese momento era llorar, por hoy, por ayer…
Ana tuvo una idea, fue que terminara bachillerato y luego hacer unas oposiciones.
No cambiamos los horarios para que Manuel no sospechase. Limpiaba primero la casa y después la señora Ana me ayudaba a estudiar.

Seguí llegando día sí y día no magullada, pero con fuerzas, para continuar. Me cree una ilusión, una esperanza.
—Sin miedo, sin dolor—me decía. Donde poder dormir por las noches de un tirón.
Era buena estudiante y fui aprobando todo con muy buena nota, las notas llegaban a casa de la señora Ana, ella me las guardaba en un cofre de madera. Era de color miel, y desprendía un olor a bosque… a libertad.

Me examiné de las oposiciones. Todos los días esperaba el correo, necesitaba saber, hacer realidad el poder desaparecer. Estaba nerviosa, despistada, soñando despierta.
Por fin esa mañana la señora Ana me llamó gritando.
— Claudia ven corre, hija.
Dejé lo que estaba haciendo, mi corazón latía a cien por hora. ¡Había aprobado las oposiciones! Tenía que estar en A Coruña en una semana.
Nos habíamos encargado de elegir el sitio más alejado de mi querida Sevilla para que él, no me encontrase.
Miré a Ana y le pregunté — ¿Y ahora qué hago? — ¡Estaba petrificada! No sabía que sentía, alegría, miedo.
Ella me cogió de los hombros y me zarandeó.
— ¡Es lo que estábamos esperando! Por fin serás libre, no más golpes. ¿Era lo que querías, no?
— ¡Tengo miedo! ¿Y si se entera?— Le hable con voz temblorosa— Si me encuentra...
—Vamos a seguir el plan Claudia, seguimos como si nada hubiera cambiado. Yo me encargo de los billetes y el alojamiento. Tu tranquilizante, él no tiene que sospechar.

Hoy me había retrasado despidiéndome de Ana. ¡Tenía el billete! Y llegaba tarde a casa. Estaba nerviosa y no me di cuenta, metí la carta de las notas en el bolsillo del abrigo.
Cuando llegue a casa deje el abrigo en el perchero— ¡Dios! Me he traído las notas—pensé.
 En ese momento llamaron a la puerta. Era la vecina, quería  que entrase a su casa a ver no sé qué cosa. Cogí la llave y cerré.
Dos horas después, pude salir de casa de la vecina—qué pesada es, pero dicen que hay que tener amigos hasta en el infierno.
— ¡Las notas,  no están! Mi estómago se revuelve. No puedo respirar, pensando en lo enfadado que estará, seguro que las tiene él.

Yo, inmóvil, sin saber qué hacer, pensando. Decidiendo si seguir viva o no.
Voy al dormitorio a toda prisa, meto algo de ropa, cojo lo imprescindible. Abro el armario y saco de la estantería una caja de metal, guardo dinerillo para una urgencia. — ¿Es una urgencia?—me pregunto.

Cojo la maleta y me encamino a  la puerta, miro hacia atrás, mi butaca, mis plantas llenas de color y olores…
—Son objetos. Vamos, nada te retiene aquí—me reprendo a mí misma.
Cierro la puerta y bajo las escaleras rezando, para que Manuel esa tarde, no vuelva antes. Enfilo hacia la estación de autobuses.

Manuel tenía un mal presentimiento, salió antes del bar y fue directo a casa. Tenía que hablar seriamente con ella ¿Que creía que estaba haciendo, volviendo a estudiar? Ella no necesitaba saber nada más. Le daría una lección que recordaría para siempre. La muy perra.

Miedo, rojo, dolor, tristeza. Palabras ancladas a mi vida. De las cuales me voy a deshacer.
Miro a través del cristal del autobús, sigo teniendo ese dolor de estómago y ese nerviosismo.
El autobús arranca y yo cierro los ojos y pienso en un futuro. Sin pánico, sin temor a que llegue la noche…

Gracias Ana, si tú no hubieses existido, seguramente yo no estaría aquí.  

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