Una mañana como otra cualquiera.


Abrió los ojos, la misma visión de todos los días. Un techo de nailon marrón por el cual pasaban unos pequeños haces de luz. Su compañera la araña le daba los buenos días. Se levantó con desgana, cogió su neceser. Abrió la desdentada cremallera que hacía de aislamiento entre él y el campo. En su parcela, dos árboles le daban sombra. Una cuerda deshilachada era su armario. De ella colgaba una percha con un traje azul marino pulcramente planchado. 
 Hasta los aseos había un paseo de arena, a los lados, caravanas y tiendas de campaña indicaban que ya llegaban las vacaciones. Entró en los aseos. Estaban vacíos.
 —¡Qué raro! 
Pensándolo bien así era mejor. Hacía tiempo que no cagaba solo… Terminó de afeitarse. Se estaba poniendo un poco nervioso, el silencio era excesivo. Recogió los trastos de aseo y salió del baño. Estaba cerca de la zona del bar, se acercó para ver si había alguien por allí. Era extraño, a esa hora siempre había gente tomando el cafelito con churros. Oyó voces lejanas, venían de detrás del bar. Se acercó hasta allí. Había una mesa alargada de plástico blanco, en ella varios personajes estaban sentados tomando una cerveza, se acercó a ellos. 
—Buenos días, perdonen que les moleste. 
—Nada hombre, pase y siéntese. Es la hora de la cerveza. Agatha traiga una para el caballero… ¿Cómo se llama? 
—Manuel, para servirle. ¿Saben dónde está la gente del camping? —preguntó mirando hacia los lado. —Yo soy Paco, encantado. Pues no le sabría decir… ¿Es una pregunta trampa? 
—¿A qué se refiere? — miraba a su interlocutor mientras se rascaba la cabeza. No se había fijado hasta ahora, el sujeto estaba en calzoncillos, camiseta blanca de tirantes y calcetines con chanclas. Tenía un cigarrillo en la boca.  Fumaba una calada detrás de otra mientras seguía hablando. Parecía no hacerle falta respirar. 
—Escuche, esto es un secreto. No puede salir de aquí. ¿Comprende? 
—Sí, sí. Dígame. —¿Sabe que la cerveza la inventaron los egipcios? Era un líquido que utilizaban para hacer el pan. Un día uno de ellos se olvidó la bolsa de agua en casa y tuvo que beber el líquido turbio para aplacar la sed. Se puede imaginar lo que pasó. ¡Le encantó! Desde entonces tenemos la suerte de poder catar su delicioso sabor. Claro, ha ido mejorando con el tiempo. 
—¿Y eso qué tiene que ver con la desaparición de la gente? 
—¿Qué gente? Beba, beba y disfrútela. —Nosotros no nos hemos movido de aquí. No sabemos nada del tema. ¿Verdad, Genaro? Manuel miró a Genaro, era un carcamal con boina, tenía unos bigotes gigantes blancos. No llevaba camisa, las venas se transparentaban por su piel blanquecina. 
—Llevamos toda la mañana aquí, no hemos notado nada raro. —Miró a Paco y le hizo el gesto de locura, poniéndose el dedo en el lateral de la cabeza. 
 Le trajeron una jarra de cerveza helada. El sol caía sobre ella, Manuel se reflejaba en sus gotas. Sentía el frescor y el olor dulce a cebada tostada. Comenzaba a sentirse muy bien. Había una caja encima de la mesa. Estaba tallada finamente, parecía muy antigua. De vez en cuando temblaba un poco. Otras parecía que rectaba de un lado a otro de la mesa. Nadie parecía darle importancia. Pegó un gran sorbo al delicioso líquido, un bigote de espuma quedó en su rostro recién afeitado. Todos lo miraban con expectación 
—Y bien ¿Qué le ha parecido? 
—Buenísima, es la mejor cerveza que he probado en mi vida —dijo mientras se relamía. Perdonen mi curiosidad. Esa caja. ¿La ven ustedes moverse? —señalando con el dedo. 
—Bueno, es una pieza muy particular. Lleva con nosotros toda la vida. Es muy antigua. Ella… tiene vida propia. Nació en Egipto, cerca del río Nilo.  Las manos de un carpintero le dieron su preciosa forma y un hechicero  egipcio le dio vida. Estaba destinada a permanecer dentro del panteón pero... —Paco se vio interrumpido por los gritos de sus amigos. 
—¡Ya es la hora, ya es la hora! —Agatha saltaba nerviosa y a ella se unieron todos, gritando y aplaudiendo. 
Miguel seguía ensimismado con su cerveza. La caja comenzó a girar sobre sí misma. El hombre chimenea pulsó una de las piezas de la caja. Tenía un símbolo. Era un ojo de pájaro. Un temblor sacudió la mesa y el terreno donde estaban. Un boquete enorme apareció bajo la silla de Miguel. Él y su cerveza desaparecieron en la oscuridad de un largo túnel. El alarido que su garganta lanzó duró unos cinco segundos. Fue rebotando con el culo, raíces, piedras le rozaban, intentaba agarrarse a algún sitio. Cayó sobre una mullida hierba de un profundo color verde oscuro. Olía  a lluvia, a primavera. Soltó la jarra vacía, que llevaba en la mano y la dejó a un lado. Intentó razonar:«¿Qué ha pasado? Estaba con esas personas un tanto extrañas cuando de repente… ¡Esto debe de ser un sueño!  Se levantó, tenía el trasero mojado de la hierba húmeda. Dio una vuelta con la vista, no sabía dónde estaba. Unos gritos le llamaron la atención, se giró. Un grupo de personas se acercaban a él corriendo. Parecían asustados. Miraban hacia atrás. Pasaron cerca. Le ignoraron y siguieron su camino. 
—¡Se acerca, está muy cerca! —gritaba un pequeño hombre, acercándose a Miguel. 
—Perdone, ¿Me está hablando a mí? ¿Quién se acerca?
 Era un fideo de hombrecillo, se apoyaba en un bastón de madera, tenía los ojos inyectados en sangre y su cara gritaba miedo. Llevaba una especie de esmoquin negro. Una gran chistera negra coronaba su cabeza. Señaló con el bastón hacia las negras nubes que se estaban formando en el horizonte. 
—¡Dios, ya viene! Y no estamos preparados. Tenemos que llegar antes que él. 
—¿Pero de qué está usted hablando?  ¡Entre unos y otros me están volviendo loco! 
—Allí, pegado al río hay una puerta. Tenemos que ir y entrar antes de que venga. Tiene que ir usted, tiene la moneda.
 —¿Qué moneda? ¿De qué diablos está hablando?
 —¡La tiene usted en el bolsillo! Miguel metió la mano en el bolsillo del pantalón. Efectivamente era una moneda dorada, parecía antigua, tenía un dibujo de un ojo. 
—¡Qué extraño!  Juraría… —Miraba la moneda con curiosidad mientras se rascaba la cabeza. Levantó la vista hacia el señor delgado, detrás de él,junto al río, había aparecido de la nada una pirámide. Se frotó los ojos y volvió a mirar. —¿De dónde ha salido esa pirámide?
 —Lleva ahí todo el tiempo, hay que saber mirar más allá. Vamos, tenemos que entrar antes de que amanezca —le apremió el señor delgado. 
No se había dado cuenta de que había anochecido. El cielo estaba despejado y las estrellas brillaban en todo su esplendor. Una ligera brisa  movía suavemente las hojas de los árboles. 
 Caminaron los dos hacia el río. Llegaron  a la orilla, el compañero de un salto atravesó el río. Miguel quedó parado, pues la distancia era grande. Cogió carrerilla y se lanzó hacia el otro lado.  Como era de esperar cayó al agua. Estaba congelada. Nadó hacia la orilla. Notó que algo le rozaba la pierna, miró hacia atrás y vio que algo se movía en el agua. Unos dientes enormes emergieron de ella y a su mente le vino la palabra: «¡Cocodrilo!». Sus piernas iban por delante del cuerpo, la velocidad que alcanzó fue increíble. En un segundo estaba fuera del agua, aunque con medio culo al aire, por el mordisco del animal. —Los animales necesitan alimentarse y usted estaba en el supermercado —se carcajeaba su compañero. 
—Perdone ¿Cuál es su nombre? —preguntó Miguel bastante enfadado. 
—Bastian, para servirle. 
—Bastian, estoy calado hasta los huesos, no sé dónde estoy, se ha hecho un agujero en el suelo y he caído por un túnel. Me ha mordido un cocodrilo… Ya no puedo más. ¿Cómo salgo de  aquí? 
—Ya se lo he dicho, vayamos a la pirámide antes de que llegue. Solucionemos el problema y volvamos a nuestros quehaceres. 
Miguel puso los ojos en blanco, miro con infinita paciencia a Bastian.
 —¡Está bien terminemos con esto! 
 Caminaron hacia la imponente pirámide que se alzaba ante ellos. Había una especie de animal sentado a la entrada. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, sus piernas eran  patas peludas. Se levantó. 
—Me lo imaginaba más alto. Más fuerte —mirando a Miguel de arriba abajo.
—Vaya, pues es lo que hay. Terminemos de una vez. ¿De qué va esto? —dijo Miguel. 
El animal sacó un libro de dentro de su pelaje con gran solemnidad. Según el libro el ser del otro mundo. Tú,  hechicero Regis tienes que entrar en la pirámide, llegar hasta la habitación y mandar la señal. Tiene que hacerse exactamente a las cero horas. 
—¡Pero yo no soy mago! 
—¡Tiene la moneda, es un mago y lo sabe! —asintió el animal.
 Miguel sacó del bolsillo la moneda, emitía una luz blanquecina. La estaba mirando cuando un humo y un olor a carne quemada comenzaron a salir de su mano. Cambió  la moneda de mano, una marca  triangular con un ojo rasgado quedó  tatuada en  su mano. Miguel no entendía nada.
 —Aquí tiene la señal de que la magia está en usted. Entre y termine lo que ha comenzado. Las estrellas lucen con mucha fuerza esta noche —le señaló la entrada el animal. 
 Miguel se perdió en la oscuridad de la pirámide, sin mucha seguridad de  lo que tenía que hacer. La mano le dolía, era una quemadura en toda regla. Seguía a Bastian por los pasillos de arena y piedra. El último tramo era cuesta arriba llegaba hasta ellos una luz. Entraron en una estancia iluminada tenuemente. Miró hacia arriba, había un hueco triangular en la pared de la pirámide, abierto al exterior. Desde él se contemplaba el negro cielo cubierto de estrellas. 
—Saque la moneda, póngala en la mano donde no tiene la herida y abra las dos manos hacia el cielo. Ahora realice su magia y tráiganos a nuestros dioses —dijo solemnemente Bastian. 
Miguel le miró de reojo movió la cabeza de un lado a otro como símbolo de negación, pero no dijo nada. Tenía que terminar con aquella estupidez. Levantó las manos hacia el cielo y cerró los ojos. Bastian comenzó a cantar en una jerga que no entendía. Iba a decirle que ya estaba bien la broma, cuando una luz le  iluminó desde fuera, desde el cielo. Abrió los ojos vio que sus manos tenían luz, iluminaban el negro cielo y alguien le respondía desde el espacio. La boca se le iba a desencajar de tanto abrirla. No salía de su asombro, los intercambios duraron varios minutos. No daba crédito a lo que había visto, lo estaba procesando cuando comenzó a temblar el suelo, caían piedras y arena de las paredes. Miguel y Bastian corrían sin saber por dónde salir. 
—¡Miguel guíanos a la salida, vamos tú sabes...! 
Se paró, cogió la moneda, había dos caminos a elegir puso la moneda en su mano y señaló hacia la derecha, no pasó nada. La dirigió hacia el camino de la izquierda, comenzó a temblar la moneda en su mano. 
—¡Increíble! Creo que debemos ir por allí Bastian.
 La construcción se estaba derrumbando tenían que salir rápido. Todo se derrumba, no había salida. Bastian vio una palanca de madera que había en la pared. Se miraron los dos y asintieron a la vez bajándola. El suelo se inclinó y cayeron por una rampa, la oscuridad era total. En la caída, sus manos se rozaban con pequeñas cosas que se encontraban por el suelo. Miguel cogió una con la mano era un bicho peludo con muchas patas, cuando se dio cuenta de lo que era la soltó con un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo.  Terminaron la caída en un cubículo de cuatro por cuatro. No había salida... Miguel encontró en una de las paredes un hueco circular,  cogió la moneda, la puso con la convicción de que funcionaría. Una de las paredes de piedra se movió y se deslizó hacia un lado. La luz los cegó un momento.  Cuando abrió los ojos vio que habían conseguido salir. Tres sombras alargadas les esperaban fuera. Sus cuerpos eran como de gelatina rosa. Como ojos tenían dos cuencos negros, su cabeza recordaba un melón de los de piel de sapo.
 —El hechicero ha cumplido, devuélvenos la moneda —
El ser extendió una especie de brazo sin mano. Miguel estaba alucinando no podía moverse, Bastian le dio un codazo para que reaccionase.
 —La dejé dentro, yo… 
—¡La tienes en el bolsillo, dásela no hagas que se enfade!—Le empujó Bastian.
 La sacó. Se rascó la cabeza y se la acercó al extraño ser. Cuando le tocó sintió un frescor en la garganta, un olor a cebada le envolvió, comenzó a ver todo blanco. Luego oscuridad. Oía carcajadas. Estaba a gusto con los ojos cerrados, flotaba y se sentía feliz.
 —¡Oye, despierta! Creo que has bebido demasiada cerveza, jajaja —se carcajeaban. 
Abrió los ojos, estaba de nuevo en la mesa con aquellos tipos raros. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaban los extraterrestres y Bastian? 
—¡Vamos amigo, vuelve a ser la hora de la cerveza! ¡Agatha, traiga otra cerveza! ¿Cómo se llamaba? En el cielo, un objeto ovalado traspasó las pocas nubes que había dirigiéndose hacia el espacio exterior. Miguel lo miraba, absorto en sus pensamientos. Rascándose la cabeza…

Comentarios

Entradas populares de este blog

A buena hambre, no hay pan malo

Nunca seré tuyo.

Aguas de esperanza.